La Organización Mundial de Comercio. Agricultura y globalización

A mediados de diciembre se reunió en Hong Kong la Sexta Conferencia Ministerial de la Organización Mundial de Comercio (OMC) para profundizar en su agenda de libre comercio. Desde la institución y desde círculos académicos, políticos y empresariales se hace apología del programa liberalizador de la OMC, presentando las bondades del libre comercio como una verdad irrefutable. Esa verdad, sin embargo, debe contrastarse con los hechos, con la historia de la OMC y con las consecuencias de su “libertad comercial”.

En 1947, veintitrés países suscriben el Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT). Estados Unidos, que desde el final de la Segunda Guerra Mundial es la potencia capitalista hegemónica, impulsa dicho acuerdo para crear un marco de relaciones comerciales adecuado para la expansión internacional de sus capitales. A lo largo de casi medio siglo, en el marco del GATT se firman sucesivos acuerdos para la reducción de los aranceles sobre las mercancías industriales. Al Acuerdo se van sumando múltiples Estados, que suscriben los términos ya acordados por los países firmantes.

La voluntad de los países ricos de extender la “liberalización” comercial a las mercancías agroalimentarias y a los servicios conduce a la creación de la Organización Mundial de Comercio en diciembre de 1994, tras la conclusión de la Ronda Uruguay del GATT. Desde entonces, la OMC celebra cada dos años cumbres ministeriales (Singapur, Génova, Seattle, Doha, Cancún y Hong Kong) para decidir la agenda liberalizadora de los dos años siguientes.

La OMC posee una apariencia más democrática que otras instituciones internacionales tales como el Fondo Monetario Internacional. A diferencia de lo que ocurre con el FMI, donde cada país posee un número de votos proporcional al dinero depositado en el Fondo, en la OMC las decisiones se toman por consenso. Esa aparente democracia encubre una realidad en la cual la mayor parte de las decisiones, impulsadas por los lobbies del gran capital europeo y estadounidense, llegan a las cumbres ministeriales prefabricadas y prácticamente decididas tras su paso por un sinfín de grupos de trabajo intermedios. En esos grupos de trabajo, los países del Sur no pueden permitirse tener equipos técnicos como los de Estados Unidos o la Unión Europea; es frecuente que ni siquiera estén presentes en ellos.

Todas las economías desarrolladas han protegido su industria en las etapas decisivas de su desarrollo económico. A continuación, han impuesto a los países subdesarrollados un sistema de relaciones comerciales acorde con sus intereses, obligándoles a desmantelar sus aranceles para permitir la entrada de las mercancías y los capitales de las grandes potencias. Los niveles de proteccionismo comercial en el Norte han sido y siguen siendo muy superiores a los del Sur, y además están basados en todo un conjunto de ayudas estatales a la producción y la exportación, que los débiles Estados subdesarrollados no pueden permitirse. La OMC permite y avala el proteccionismo del Norte, condenando sin paliativos el del Sur. Uno de los casos en los que esta doble política se manifiesta de manera más flagrante es la agricultura, eje de las discusiones en las últimas cumbres ministeriales.

La política agraria imperante en Estados Unidos y en Europa en el último medio siglo ha tenido como principal objetivo hacer de la agricultura una fuente de beneficio económico, industrializándola e intensificándola. Eso ha forzado la desaparición de millones de explotaciones familiares en toda Europa. A los campesinos que han sobrevivido a ese procesó, súbitamente convertidos en empresarios agrícolas, se les ha hecho creer que la solución de sus problemas pasaba por la conquista de mercados exteriores, haciéndoles olvidar que el objetivo de la agricultura debe ser la producción sostenible de alimentos sanos. De ahí que las crisis alimentarias (vacas locas, pollos con dioxinas, gripe aviar…) se hayan convertido en una consecuencia necesaria del sistema agroalimentario contemporáneo.

La agricultura europea no sería competitiva internacionalmente sin la ingente cantidad de ayudas estatales que recibe, disfrazadas hoy día con un ropaje medioambientalista para hacerlas compatibles con las normas de la OMC. Estas ayudas permiten a las empresas exportadoras de alimentos vender en los países del Sur a precios situados por debajo de los costes de producción, ocasionando la quiebra económica y social de millones de familias campesinas, que se ven forzadas al éxodo rural y al hacinamiento en las ciudades. Eso es el libre comercio. Los profesores de economía que, desde sus cátedras en las universidades occidentales, hacen teorías para justificar el orden de cosas existente, repiten una y otra vez la letanía de que los países empobrecidos deben abrir sus puertas a las mercancías y las inversiones extranjeras y especializarse en la exportación para lograr el desarrollo. Poco importa que la realidad muestre que, cuanta más inversión multinacional recibe un país periférico, más dependiente del exterior se vuelve su economía. Muchos países del Sur han denunciado justamente el doble rasero de las “recomendaciones” occidentales: proteccionismo para unos y libre comercio para otros. En cualquier caso, la solución a los problemas agroalimentarios de la humanidad no pasa por incrementar el comercio mundial de alimentos. Por el contrario, es preciso defender la soberanía alimentaria de los pueblos, su derecho a decidir sus propias formas de producir, distribuir y consumir sus alimentos. Este es y debe seguir siendo el eje vertebrador de las luchas campesinas en todo el planeta.

Recientemente, desde universidades e instituciones se ha comenzado a defender el argumento de que las ayudas agrícolas del Norte poseen efectos positivos para el Sur, puesto que la reducción de precios que induce resulta beneficiosa para sus consumidores. De esta opinión, que presenta la inseguridad alimentaria de decenas de naciones como una opción deseable, se hacía eco Cándido Pañeda en un artículo publicado en este diario el 18 de diciembre. Este análisis obvia dos cuestiones esenciales. Primero, la reducción de precios de las materias primas agrícolas, inducida por la intensificación de la agricultura, no se traduce, en general, en un descenso de los precios de venta al público de los alimentos, sino en un incremento de los márgenes de beneficio de las grandes empresas que los procesan y distribuyen. Segundo, destruir las economías campesinas de los países pobres es acabar con una parte importante de su base productiva. ¿Con qué habrán de pagar estos países los alimentos importados, aun cuando su precio fuera inferior al de los productos locales? En el mercado mundial, los alimentos se compran en divisas fuertes, en dólares o en euros, y para obtenerlos existen dos posibles alternativas: especializarse aún más en la exportación —Argentina, por ejemplo, posee millones de hectáreas cultivadas con soja transgénica, parte de la cual se exporta a Europa para alimentar a nuestro ganado— o recurrir al crédito internacional, incrementando la deuda externa.

La economía convencional no se hace estas preguntas, pues opera con modelos matemáticos y con índices macroeconómicos que tienen poco que ver con la realidad social de dos terceras partes de la humanidad. El desarrollo y el subdesarrollo no son dos fenómenos aislados, sino que constituyen dos aspectos de una misma realidad: el capitalismo mundial, la globalización. La división internacional del trabajo, que se perpetúa bajo la aparente naturalidad de las leyes económicas y las “ventajas comparativas”, es una expresión de dicha asimetría. La OMC, bajo una intensa retórica de libertad y democracia, trata de asegurar que las relaciones económicas internacionales continúen siendo funcionales a los intereses de los capitales del Norte. Por eso, cuanto más participan del mercado mundial los países del Sur, más dependiente se vuelve su desarrollo. Sin detener la globalización, sin acabar con instituciones como la OMC o el Fondo Monetario Internacional, las “buenas perspectivas” de la economía mundial seguirán coexistiendo con la explotación, el hambre y la miseria de millones de seres humanos.

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