El Fondo Monetario Internacional: deuda externa y subdesarrollo

La injerencia del Fondo Monetario Internacional en las políticas de los países del Tercer Mundo constituye un hecho conocido. Un hecho que, avalado con argumentos económicos supuestamente irrefutables, pone en entredicho la soberanía de los pueblos y convierte la democracia en una forma vacía. Pero, más allá de denunciar el proceder de esta institución, es preciso analizar las razones que explican el endeudamiento de la Periferia, hecho sobre el que el FMI basa su poder.

El Fondo Monetario Internacional surge, al igual que el Banco Mundial, de los acuerdos tomados en la Conferenciade Bretton Woods, celebrada en 1944. En el contexto político del fin de la SegundaGuerraMundial, dicha Conferencia, en la que participan 44 países, trata de sentar las bases del nuevo orden monetario que habrá de imperar en la posguerra.

Estados Unidos y Gran Bretaña son los países que impulsan las negociaciones para acordar dicho orden monetario. A la conferencia presentan sendas propuestas —conocidas como Plan White y Plan Keynes, respectivamente— que, en definitiva, dejan traslucir la competencia intercapitalista entre dos potencias hegemónicas: una en declive desde comienzos de siglo y otra, en un ascenso al que la propia Guerra había proporcionado el espaldarazo definitivo. En efecto, Estados Unidos, tras la reestructuración forzosa que sufre su economía con la crisis de los años posteriores a 1929, iniciar una etapa de acusado crecimiento industrial, promovido por la implantación masiva de la mecanización y la racionalización taylorista del trabajo.[1] Durante la Guerra, Estados Unidos —que, además, no se ve prácticamente afectado por las destrucciones— se convierte en el principal proveedor de armamento, cobrando buena parte de las partidas directamente en oro; de este modo, en 1945 el país posee las dos terceras partes de las reservas mundiales de este metal, porción que ascenderá posteriormente hasta el ochenta por ciento. La combinación de este hecho con el propio poder económico estadounidense hacen de su divisa, el dólar, la moneda indiscutiblemente hegemónica a nivel mundial.

El entramado jurídico e institucional creado en Bretton Woods viene justamente a expresar esa hegemonía económica, política, monetaria y militar estadounidense. El nuevo orden monetario internacional establece un sistema de cambios muy rígido, con paridades o tipos de cambio fijos entre monedas. El dólar se establece —cuestión decisiva— como medio de pago internacional—, determinándose su convertibilidad en oro a razón de 35 dólares la onza. En cuanto a la toma de decisiones en el Fondo, se determina que cada país miembro posea 250 votos, más uno adicional por cada cien mil dólares de cuota, una proporción de votos que le permite a Estados Unidos, en la práctica, vetar las decisiones de los demás países.

Además de la función estabilizadora de los cambios entre monedas, el sistema monetario de Bretton Woods confiere también al FMI una importante función crediticia. Si un país no dispone en sus reservas de la cantidad suficiente de oro o de divisa extranjera para compensar los desequilibrios de su balanza exterior, puede solicitar un préstamo al Fondo. En función de su cuantía, los préstamos se ven sometidos a una creciente condicionalidad: para obtenerlo, el país debe comprometerse a implantar un plan de ajuste o estabilidad económica en un tiempo prefijado. A lo largo de las décadas del sesenta y el setenta, el FMI irá habilitando líneas de crédito adicionales, permitiendo que los países contraigan créditos por un valor de hasta el 600 por ciento de su cuota. Se abre así la vía para un endeudamiento masivo de los países deficitarios, endeudamiento cuyas causas estructurales analizamos a continuación.

 

La inmensa mayoría de los países llamados periféricos, a pesar de sus diferencias, comparten una característica común: su integración en los intercambios internacionales, en la economía-mundo, se ha producido a través de la estructura política del colonialismo. En los espacios geográficos “descubiertos” y colonizados, entre los siglos xvi y xviii, los centros hegemónicos imponen, tras el pillaje inicial de metales preciosos, una economía basada en la producción de materias primas (agrícolas y mineras) a bajo coste.[2] Sobre la base de esta primera “división internacional del trabajo” —quela Economía, mediantela Ley de las Ventajas Comparativas, tratará de vestir con ropaje científico— se produce una ingente transferencia de recursos dela Periferia al Centro. Sin ella,la Revolución Industrial de los países occidentales no habría sido posible.

La herencia más prominente del colonialismo consiste, precisamente, en dicha especialización primaria. A pesar de la industrialización de algunos países periféricos, esa especialización constituye aún una característica común a la mayoría de ellos, una característica que se reproduce en el tiempo como una fatalidad. En muchos casos, además, dicha especialización se circunscribe a un número mínimo de mercancías, de modo que en algunos países el ochenta o el noventa por ciento de los ingresos por exportaciones vienen determinados por uno o dos productos; basta, así, una pequeña modificación en su precio internacional para hacer zozobrar a estas economías. La especialización primaria, además, se renueva a medida que se descubren nuevos minerales o cultivos estratégicos, que tienden a producirse mayoritariamente enla Periferia, a bajo coste. Así ocurre, por ejemplo, con el coltán, elemento clave en la fabricación de componentes electrónicos y cuyas mayores reservas están situadas en el Congo; o con la soja, producto sobre el que se sustentan los consumos cárnicos en Occidente, y cuyos cultivos ocupan decenas de millones de hectáreas de tierra fértil en toda América Latina.

Existe una tendencia, consustancial al funcionamiento del capitalismo, a que los valores de las materias primas desciendan en relación a los de las mercancías industriales. Desde comienzos del siglo xx, las series estadísticas de precios internacionales atestiguan, en efecto, un paulatino empeoramiento de los términos de intercambio de los países periféricos. Su especialización en materias primas, unida al hecho de tener que adquirir en el mercado mundial una parte importante de las mercancías industriales, nos ofrece una primera explicación a su déficit crónico, a su carencia estructural de medios de pago internacionales, de divisas.

La constatación de que la especialización en productos primarios conducía inexorablemente a un deterioro de la balanza exterior llevó a muchos países periféricos —latinoamericanos en su mayor parte— a diseñar una política de sustitución de importaciones, orientada a que los propios países produjesen las mercancías industriales importadas. Desde entonces, en efecto, muchos países subdesarrollados han experimentado una industrialización acelerada., promovida por las inversiones de empresas multinacionales y auspiciadas por los organismos internacionales. El proceso, sin embargo, lejos de haber propiciado su “salida” del subdesarrollo —como predica la teoría económica dominante— ha profundizado, por regla general, su situación de dependencia.

¿Dónde radican, entonces, las causas del endeudamiento crónico en las balanzas por cuenta corriente de los países periféricos? La explicación no se encuentra sólo en la historia del capitalismo sino en la lógica misma de este modo de producción. El subdesarrollo no depende, en última instancia, del contenido de lo que se produce, sino de su forma social, de las relaciones económicas que pone en juego su producción. La producción del coltán posee significados distintos en Australia y en el Congo; la de soja implica relaciones sociales diferentes en Estados Unidos y en Argentina.

Ello es así porque el valor de una mercancía no está determinado por su contenido material —por su valor de uso—, sino por el tiempo de trabajo socialmente necesario contenido en ella. El valor de cualquier mercancía depende directamente del valor de la fuerza de trabajo que lo produce. Y los salarios de la Periferia son sustancialmente menores —diez, veinte o hasta treinta veces menores— que los del Centro. Por eso a las empresas les resulta tan rentable “deslocalizar” a la Periferia las fases productivas más intensivas en trabajo. En el mercado mundial, esta diferencia radical en las tasas salariales se traduce en que los precios relativos de las mercancías periféricas están situados siempre por debajo de las del Centro. El intercambio de unas y otras es así, necesariamente, un intercambio desigual que ocasiona un deterioro crónico de las balanzas por cuenta corriente de los países periféricos. En este deterioro radica el origen de la deuda externa, que resulta así un hecho inmanente al subdesarrollo. Para subsanar el déficit estructural de la balanza exterior, en efecto, se ofrecen dos alternativas: el aumento de las exportaciones, es decir, la producción para satisfacer necesidades externas, y el endeudamiento. Ambas políticas —concebidas como complementarias o antagónicas según el signo de los tiempos— constituyen el recetario que las instituciones internacionales, armadas con su Economía del Desarrollo, ofrecen a los países periféricos.

Por lo demás, la secuencia histórica que ha conducido al endeudamiento del mundo subdesarrollado es bien conocida; basta describirla brevemente. A lo largo de la década de los sesenta, Estados Unidos, en un contexto de creciente competencia de Alemania y de Japón, inicia una política de emisión masiva de dólares, con objeto de paliar sus déficit fiscal y comercial. Esta política, posible gracias al papel del dólar como medio de pago internacional, conduce a una situación paradójica: la ingente cantidad de dólares en circulación en la economía mundial no encuentra respaldo ni en el oro detentado por la ReservaFederalni en la economía real estadounidense, en acusado declive. Esa situación conduce, en agosto de 1971, a suspender la convertibilidad dólar-oro, elemento sobre el que se sustentaba el orden monetario diseñado en Bretton Woods. Tras un período de transición, a finales de la década se declarará el fin de las paridades fijas y su sustitución por tipos de cambio flotantes, en los que la tasa de cambio entre dos monedas viene determinada exclusivamente por el mercado de capitales.

Mientras tanto, a lo largo de los setenta el precio del petróleo se multiplica por cinco. Pero la enorme cantidad de dólares que fluyen a los países productores de crudo no se destina a financiar proyectos de desarrollo autocentrado en sus economías. Por el contrario, la mayor parte de esos petrodólares es reinvertida o reciclada en los mercados financieros internacionales. El exceso de liquidez con el que éstos se centran determina un acusado descenso de los tipos de interés, haciendo sumamente atractivo el endeudamiento.

América Latina es, con mucho, el continente cuya deuda externa más aumenta en este período. Pero lo hace atendiendo a dos clases de políticas diferentes. Por una parte, el endeudamiento de gobiernos populistas como el de México o Brasil va encaminada a una política expansiva del gasto público, unida a una industrialización destinada a fortalecer el mercado nacional. En las dictaduras militares del Cono Sur latinoamericano (Chile, Argentina y Uruguay), el endeudamiento se destina, por el contrario, a fomentar la represión y el consumo suntuario de las clases dirigentes.

A comienzos de los ochenta, la espectacular subida de los tipos de interés —un elemento central en el giro monetarista de la política económica que se produce en ese momento convierte en insostenible la deuda de muchos países latinoamericanos, que se encuentran sin divisas para pagar los intereses de los préstamos contraídos. Tras la declaración de suspensión de pagos de varios de ellos, el FMI interviene para tratar de “sostener” la situación.

Dicho sostenimiento consiste en dos conjuntos de medidas. Por una parte, el Fondo impone la aplicación de Planes de Ajuste Estructural con objetivos como la reducción del gasto público en partidas sociales, la privatización de empresas y servicios, la “contención” de los salarios y la eliminación de toda traba a la inversión extranjera; es decir, con el objetivo de crear un escenario idóneo para que las multinacionales puedan obtener los máximos beneficios. Por otra parte, se articula una serie de mecanismos para “reprogramar” la deuda, planteando nuevos plazos de devolución, concediendo créditos para pagar los intereses de los ya contraídos y, desde finales de los ochenta, refinanciando o capitalizando la deuda. Este último mecanismo posee, a su vez, dos vertientes: el canje de deuda por propiedades estatales y la conversión de la deuda en activos financieros. En la práctica, esta capitalización ha sentado el marco para privatizar y desnacionalizar —a menudo, a precios sustancialmente inferiores a los de mercado— la parte más sólida y rentable en la base productiva de los países periféricos.

Desde finales de los noventa, el auge del movimiento antiglobalización y la creciente oposición popular a las medidas de los Planes de Ajuste estructural han promovido en las instituciones internacionales un cierto lavado de imagen. El FMI y, especialmente, el Banco Mundial, han comenzado a emplear una retórica de “alivio de la pobreza” y llevado a cabo, principalmente en los países africanos —los eufemísticamente llamados “países menos avanzados”— pequeñas condonaciones de deuda, de cuantía insignificante pero de gran efecto mediático. Junto a ello, y en connivencia con las grandes ongs multinacionales, se produce también una cierta modificación en los mecanismos de la condicionalidad. El lenguaje empleado ya no es el del monetarismo descarnado de los ochenta, sino uno que habla de empoderamiento y sociedad civil. La lucha contra la pobreza, se argumenta ahora, no debe diseñarse desde fuera, sino ser construida desde dentro, potenciando el capital endógeno y con la tutela, eso sí, de gobiernos y empresas occidentales, en un intento por mejorar la competitividad global de las sociedades menos avanzadas. La trama de relaciones de poder a nivel internacional se vuelve, así, más compleja y más sutil.

Vemos, en definitiva, que la deuda externa posee una doble condición. Primero, es una expresión necesaria del subdesarrollo o, mejor dicho, de la acumulación a escala mundial, un proceso que genera y profundiza las asimetrías entre unos espacios geográficos y otros. Y segundo, es también un instrumento para subordinar las políticas de los países periféricos a los intereses del gran capital multinacional y perpetuar la transferencia de recursos dela Periferia al Centro. Reconocer esta doble condición de la deuda externa nos lleva más allá de su apariencia jurídica y económicamente incontestable, y nos informa de que sólo poniendo fin a la globalización capitalista es posible una vida digna, justa y segura para todas las personas del planeta.

 

Referencias

 

Xabier Arrizabalo Montoro (coord.): Crisis y ajuste en la economía mundial. Implicaciones y significado de las políticas del FMI y el BM. Madrid, 1997: Síntesis

Samir Amin: El capitalismo en la era de la globalización. Barcelona, 1999: Paidós.

André Gunder Frank: La acumulación mundial, 1492-1789. Madrid, 1979: Siglo xxi.

José Ramón García Menéndez: Política económica y deuda externa en América Latina. Madrid, 1989: Iepala.

Miguel Moro Vallina: Crisis y deuda externa. Las políticas del Fondo Monetario Internacional. Oviedo, 2005: Cambalache



[1] Se habla de organización taylorista de la producción en referencia al ingeniero F. W. Taylor, que plantea una división del trabajo basada en una definición y control estrictos de las tareas, una detallada planificación de las mismas por parte de la gerencia y una eliminación sistemática de los tiempos muertos y los movimientos no productivos de los trabajadores.

[2] En el continente africano, el tráfico de esclavos constituye el principal producto del colonialismo. Este comercio, cuyo principal destino son las plantaciones americanas —las cuales, a su vez, producen mercancías para Europa— diezmará y desestructurará profundamente la sociedad africana.

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